Diana Pelaz Flores
Universidad de Valladolid
Hasta hace no mucho más de tres décadas, hablar del poder en la Edad Media se conectaba únicamente con la figura del varón. Se trataba de un varón con unas características muy concretas, tales como su linaje o su riqueza, las cuales permitían su acceso a las más altas instancias del gobierno de un territorio o, incluso, de un reino, si así le correspondía en función de su vinculación con la dinastía reinante en aquel momento. En relación con esta idea, la aparición de mujeres en un escenario semejante perfilaba la excepción, la anomalía dentro del dominio masculino que, a lo largo de los siglos, había cincelado el nombre de grandes señores y reyes. Basta citar las palabras con las que Diego Clemencín se refería a la Reina Católica, Isabel I de Castilla, en el Elogio que éste le dedicara ante la Real Academia de la Historia en 1807:
«Gobierno verdaderamente admirable, obra de una muger, que reuniendo en su persona las virtudes y calidades de ambos sexos, acertó á concebir un sistema mezclado convenientemente de suavidad y energía; que comprimió la licéncia sin substituirle la servidumbre». (Clemencín, Diego, Elogio de la Reina Católica, Madrid, Real Academia de la Historia, 1820, p. 29)
Su visión se centra así en lo extraordinario que encierra, a su entender, un acontecimiento semejante: la capacidad de una mujer para gobernar y dirigir el destino de la Corona de Castilla, lo que encuentra justificación en la presencia de cualidades masculinas en Isabel I, aquellas que le permiten gobernar con justicia y rectitud. Es precisamente, la necesidad de comprobar la veracidad de afirmaciones como ésta, la que ha conducido recientemente a la Historia de las Mujeres a buscar otros ejemplos de “mujeres singulares” que participaron activamente en la vida política castellana o a examinar con mayor detenimiento y juicio crítico la actuación femenina con respecto al poder.
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Suscripción autógrafa de la reina María de Aragón con motivo de la cesión de la fortaleza de Montalbán al privado regio, D. Álvaro de Luna. Sección Nobleza AHN, FRÍAS, c. 126, doc. 19. Guadalajara. 1437, febrero, 1 |
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Suscripción autógrafa de la reina Juana de Portugal, segunda esposa de Enrique IV, en una cédula en la que ratifica a Rodrigo Ponce de León la tenencia de la villa de Tarifa y del alcázar de Carmona. Sección Nobleza del AHN, OSUNA, Leg. 141, doc. 124. s/l, 1466, julio, 6 |
Mujeres pertenecientes a la alta aristocracia, como Leonor Pimentel, esposa del conde de Plasencia don Pedro de Estúñiga, o la duquesa de Villalba, Inés de Guzmán, esposa del contador mayor Alfonso Pérez de Vivero, abadesas de monasterios tan destacados como el Monasterio burgalés de Santa María de las Huelgas, o las esposas de los monarcas castellanos, ilustran a la perfección la imagen del poder medieval en femenino. Por su especial relevancia respecto a las tareas de gobierno, la figura de la reina consorte merece una atención particular que permita descubrir su identidad, ideología y significación política. Gracias a su matrimonio, el destino de estas mujeres quedaba vinculado al del rey y, por extensión, al del reino en su conjunto, lo que hace de ellas estrechas colaboradoras y valedoras de los intereses de su marido, aunque también de la familia de la que procede, como ocurre en el caso de María de Aragón y el apoyo que ésta brinda a la causa de sus hermanos, los Infantes de Aragón, respecto al monarca castellano, Juan II de Castilla, y al privado de éste, el Condestable D. Álvaro de Luna.
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Dibujo a pluma de los Infantes de Aragón extraído de la Genealogía de los reyes de España, de Alonso de Cartagena, Biblioteca de Palacio, 1460 |
Detrás de estas mujeres se esconde una fuerte personalidad y una sagacidad política que comprende un sinfín de matices que se ven afectados por el contexto político del reino, los intereses nobiliarios, la formación recibida como infanta o la relación que mantiene con el propio rey. Todos ellos, pero particularmente su manera de enfrentarse a los acontecimientos castellanos, demuestran su interés por participar en los circuitos del poder y ejercerlo conforme al estatus privilegiado del que goza a nivel político.
En todo caso, rey y reina integran, a través de la institución matrimonial, una sólida estructura que conduce y representa a la Monarquía castellana: la pareja regia. La presencia de cualquiera de ellos refuerza el compromiso que existe entre la Corona y sus súbditos a través de la visibilidad que proporcionan con sus continuos viajes por las ciudades y villas castellanas. De esta manera, la itinerancia cortesana estimula la relación de lealtad y fidelidad que han de prestar hacia el rey, como señor natural del reino, y al príncipe, como futuro heredero del trono, en el seno de una comunicación simbólica que se construye entre la Monarquía y el reino. Especialmente en lo que respecta al lenguaje ceremonial que afecta al príncipe de Asturias, la reina participará de una manera activa, con el fin de asegurar que la sucesión se produzca con normalidad. La reina, como mujer que está llamada a ser la madre del heredero y, por tanto, quien asegure la continuidad dinástica, velará por los intereses de sus hijos y, en particular, los del príncipe heredero, procurándoles una buena educación como infantes de la Casa real castellana y ejerciendo una influencia, a menudo decisiva sobre ellos, fruto del afecto, la confianza y la cercanía maternas.
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Comienzo de la carta que envió la reina Isabel de Portugal al concejo de Murcia para comunicarles el nacimiento del infante don Alfonso. AMM, CAM, 785, 21. Tordesillas. 1453, noviembre, 15 |
Conscientes de su capacidad para influir en el futuro rey, no faltarán ocasiones en que se trate de separar a la reina de su hijo por parte de otros nobles que buscaran incrementar su dominio sobre el heredero, como le ocurrirá a la reina Catalina de Lancaster, tras enviudar de Enrique III y ser nombrada corregente del reino junto con su cuñado, el infante Fernando de Antequera, de acuerdo con el testamento del rey difunto. Según su testamento, Enrique III disponía que la guarda del príncipe pasara a manos de dos nobles castellanos, Juan Velasco, camarero mayor de Enrique III, y Diego López de Estúñiga, justicia mayor del reino, lo que motivó la rotunda negativa de la reina Catalina argumentando que nadie mejor que ella debía disponer de la educación y cuidado del futuro Juan II ya que, dado que ella era la madre del rey “dixo que ella lo entendia tener e criar, pues lo pariera e saliera de las entrañas de su vientre” (García de Santamaría, Alvar, Crónica de Juan II de Castilla, ed. de Juan de Mata Carriazo y Arroquia, Madrid, 1982, p. 44).
Además de velar por los intereses de sus vástagos y por el mantenimiento de su preponderancia en el ámbito cortesano, las competencias de la reina se trasladarán al ámbito de la política diplomática con otras Coronas vecinas, participando en las recepciones de embajadores y emisarios, pero asimismo, en los asuntos de la política interna castellana. Si bien es cierto que las funciones de gobierno del reino y administración del territorio afectan al rey en última instancia, la reina asumirá parte de la gestión de las tierras del rey, es decir, aquellos núcleos que pertenecen a la jurisdicción del realengo.
Tras contraer matrimonio, era el momento de cumplir con las cláusulas que habían sido fijadas previamente en el contrato matrimonial entre ambos contrayentes. Como consecuencia del mismo, en pago de la dote y arras que le correspondían a la novia según la legislación castellana, el monarca procedía a la entrega de algunas ciudades y villas realengas en favor de su esposa, de las que ella misma tomaría posesión en los meses siguientes. Estas tierras, que conforman el Señorío de la reina, debían ser gestionadas por ésta, impartiendo justicia y velando por el mantenimiento del orden público y del bien común en todas ellas. La Corona castellana se aseguraba, al mismo tiempo, fortalecer el sentimiento de pertenencia a las tierras del rey, aportándoles mayor seguridad frente a las apetencias de una levantisca nobleza que podía aspirar, en un momento dado, a hacerse con el control de alguno de estos núcleos, gracias a una falta de control por parte del soberano sobre los municipios que pertenecían a la jurisdicción real.
Para cumplir con estas obligaciones que le imponía el señorío, la reina pasará largas temporadas en algunas de estas ciudades y villas, como las villas abulenses de Arévalo o Madrigal de las Altas Torres, refugio habitual de la reina y de los oficiales y servidores que la asistían a diario en sus tareas, los cuales daban carta de realidad a la Casa de la Reina.
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Plaza de la Villa, situada en la localidad de Arévalo |
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Palacio de Juan II en Madrigal de las Altas Torres. Una de las residencias habituales de María de Aragón e Isabel de Portugal, primera y segunda esposa del monarca |
Esta mayor proximidad a la Reina favorece, por un lado, una mayor accesibilidad a los vecinos de estas localidades para entrar a formar parte de la Casa de la Reina como sus servidores, y por otro lado, el avecindamiento de algunos de estos criados, como el linaje de los Velázquez de Cuéllar en Arévalo, aprovechando las largas estancias de las que disfrutaron en la villa reinas como Isabel de Portugal.
Con independencia del contexto político o de las particularidades personales que, en un determinado momento, pueden llevar a adoptar posturas muy diferentes ante situaciones cruciales para el destino de la Corona castellana, las responsabilidades que la esposa del rey precisan de un compromiso que es común a todas ellas: la defensa de los intereses de la monarquía. En relación con esto, se comprueba la preocupación de la reina por mantener su estatus y preponderancia en el entorno del poder, tanto a nivel personal como a nivel dinástico. No hay que olvidar que la reina es, en definitiva, pieza fundamental del presente, pero sobre todo la llave que da acceso al futuro de la Monarquía castellana.
Nota del Grup Harca: Aquest post és una col·laboració d’una autora convidada, a qui públicament agraïm el seu esforç.
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